Donde habita el olvido

Érase una vez una alfombra que estaba cansada de ser alfombra. Vivía en un amplio salón bien ventilado, luminoso y rodeada de compañeros de los que muchas veces sentía envidia: la estantería, apoyada contra una blanquísima pared, guardaba los libros que la nutrían de sabiduría. El rojo sofá, contra un gran ventanal, era arropado por dos grandes y suaves cojines que le acariciaban, el uno la cabeza y el otro, las puntas de los pies. En frente del sofá, el mueble donde dormía el equipo de música y que de vez en cuando despertaba para entonar las melodías que la alfombra tanto apreciaba y escuchaba en la lejanía.

Pero la alfombra se sentía cansada. Cansada de soportar el peso de la robusta mesa de madera de roble que los habitantes de aquella casa habían colocado sobre ella. Se sentía también triste, cuando a veces la pisoteaban con pies enfurecidos que al final acababan por reposar relajados en el mullido sofá…

Pese a todo esto, a la alfombra le gustaba aquel lugar y de vez en cuando charlaba con sus compañeros y estaba de acuerdo con ellos cuando comentaban lo mucho que apreciaban los rayos de sol que recibían durante el día y los prolongados momentos de soledad que afortunadamente tenían. Pero por las noches y en la oscuridad del silencio, la alfombra notaba con más fuerza el peso de la mesa. Le dolían los huesos, el alma, el corazón. Sentía en esos momentos una inmensa soledad y un inmenso frío pese a que yacía sobre un cálido suelo de madera…

Y sucedió un día que la casa donde la alfombra había vivido tantos años, cambió de habitantes y decidieron sustituir a sus viejos compañeros por otros más nuevos y modernos. El equipo de música que tantas veces había alegrado las tardes de aquel salón, se despedía de la estantería, de la mesa, del sofá, de la alfombra, con lágrimas en los ojos y sollozaba un réquiem que sólo la alfombra y sus queridos compañeros podían percibir. Todos fueron sustituidos y abandonados en un vetusto y mugriento almacén donde tarde o temprano acabarían hechos jirones…

Sólo la alfombra se salvó y fue trasladada a otra estancia. Doblada como si fuera una neula de chocolate cubierta de polvo, fue introducida en un largo y estrecho armario blanco. Sola, en la oscuridad, pasó días y días intentando hablar con su nuevo compañero, pero por lo visto no se entendían…pues nunca recibía respuesta.

Tras varias semanas de desesperación, pasó que al final la alfombra se dio cuenta de que echaba de menos su antigua vida: el peso de la mesa que había soportado durante años, ya no le parecía tan insoportable, el tacto furioso de los pies ennegrecidos que tanto le había entristecido antes, ahora le parecía reconfortante e incluso lo recordaba con ternura y las charlas con sus viejos compañeros de salón le hacían saltar lágrimas de nostalgia. Aquella había sido su vida y en ese preciso momento se percató de que, también ella, había sido útil para la vida de otros y dejándose caer doblada y derrotada en un rincón del fondo del armario recordó con melancolía el cálido suelo de madera donde siempre había dormido y comprendió.

Elena Peral